Atotonilco el Chico hoy conocido como Mineral del Chico, es un pueblo mágico ubicado a 45 mins aproximadamente de la Ciudad de Pachuca, perteneciente a la Sierra de la Comarca Minera, un lugar mágico rodeado de diversos paisajes de montaña, que para donde dirijas la mirada siempre podrás encontrar rincones de montaña increíbles para explorar.

Tal es el caso, de la zona de montaña conocida como “Las Monjas”, la cual es un conjunto de peñas que se ubican al poniente del pueblo hoy llamado Mineral del Chico, donde podrás encontrar diversos caminos de montaña para hacer senderismo, acampar, escalar, hacer trail running, bici de montaña, rapel en cascadas hasta trepar por una vía ferrata y aventarte el salto de tarzán.

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Pero antes de que fuera un lugar turístico muy visitado, bajo las faldas de este complejo rocoso, cerca de Atotonilco El Chico existían y existen aún diversas rancherías y poblaciones de las cuales narraremos una historia que le aconteció a finales del siglo XIX a uno de los pobladores que vivían al pie de estas peñas que guardan secretos y misterios entre sus rincones de montaña, y que un pastor de la zona nos contó justo al pie de estas peñas en una ruta de aventura que realizábamos donde se suscitaron los hechos que ahora contaremos.

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Corrían los últimos años del siglo XIX, cuando la mayor parte de los pobladores de esta región de montaña entre sus actividades se dedicaban mayormente a la agricultura, la ganadería, la extracción de pulque, la caza y también gran parte a la minería.

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Una mañana de aquellos años, al pie de las peñas de las monjas vivía Antonio, un joven de apenas 19 años quien recién se había casado con Matilde seis meses atrás, y con quien estaba a punto de traer a este mundo a su pequeña hija, a quien tenían planeado llamarla María Concepción.

Antonio para procurar la subsistencia de su familia se dedicaba todos los días arduamente a diversas actividades del campo, desde trabajar como peón para diversos caciques de la zona, hasta labrando su pequeña parcela que su difunto abuelo le había heredado para la siembra de Milpa, que es una forma de cultivo ancestral basado en maíz, frijol, chile y calabaza, el cual en apenas 30 metros cuadrados durante cuatro meses de trabajo duro podría darle el sustento a su familia para todo un año, lo que le permitía desarrollar otras labores para la manutención de su familia.

Además que con los ahorros que iba logrando, poco a poco iba procurando lo necesario para comprar gallinas, guajolotes y uno que otro chivo o borrego.

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Así pasaban los días bajo las faldas de aquella región de montaña, donde rara vez acontecían sucesos novedosos, el ir y venir de cada día en el campo acontecía sin mayores aspavientos, hasta que con el paso de los meses, Antonio pudo tener un pequeño rebaño que todos los días llevaba a beber agua a los arroyos cercanos de la zona y a pastar a los diversos parajes que rodeaban las peñas conocidas actualmente como “Las Monjas”.

Una mañana de aquellas, después de desayunar frijoles recién cosechados en su parcela, con huevos criollos que sus gallinas habían puesto en la mañana y tortillas de maíz que habían logrado de la cosecha anterior y que estaban recién hechas en el comal por las manos de su esposa.

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Antonio cargó un bule en su morral de ixtle para llevar a sus chivos a pastar, llevando también un mecapal para traer una carga de leña seca cuando regresara.

Aquella mañana, mientras los primeros rayos del sol aparecían en el horizonte, se despedía con un beso de su pequeña hija, enfilándose alegremente hacia la montaña con su rebaño, silbando alguna melodía que había escuchado en la fiesta de Atotonilco El Chico, partiendo muy alegre al monte como lo hacía cada mañana al salir de su casa para trabajar en el campo.

La mañana transcurría sin novedad, Antonio estaba atento a su rebaño para que ningún chivo se le perdiera entre los matorrales.

Aunque en un descuido, una pequeña jauría de perros alebrestados aparecía entre los senderos, ahuyentando a sus chivos, estos perros eran llevados por tres cazadores avencidados pueblos más abajo que subían a la zona para cazar venados que en ese tiempo aún se podían encontrar en toda esa parte de la montaña.

Los chivos corrieron despavoridos ante el ladrido de los perros, desparpajándose entre los matorrales de la montaña, metiéndose donde podían entre las laderas de montaña, por lo que Antonio rápidamente comenzó a correr para encontrar uno a uno sus chivos y agruparlos, pues ya la tarde se acercaba y no quería regresar tan noche a su morada.

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Al buscar entre las laderas de la montaña al último de sus chivos que le faltaba, oyó que este berreaba más abajo de la vereda, parecía haberse metido dentro de un recoveco de la montaña, rápidamente descendió como pudo entre los matorrales y apoyándose con su mecapal pudo destrepar por la pronunciada ladera, aunque aquel recoveco parecía profundo y por la poca luz poco se podía divisar lo que había dentro, que a medida que más cerca escuchaba a su chivo más se internaba dentro de aquella cavidad, como pudo prendió un ocote que llevaba en su morral de ixtle para poder alumbrarse y así buscar entre la caverna al chivo que le faltaba.

Aquella noche, Matilde no pudo conciliar el sueño durante toda la noche y madrugada, pues su esposo no había llegado a dormir. Pensó que quizá se había ido a un tinacal con su compadre que vivía en el pueblo vecino, pues aunque su marido no era de embriagarse, si de vez en cuando bajaba a Atotonilco El Chico a visitar al padrino de su hija y a veces regresaba a media noche mareado por beber el Octli o néctar de los dioses.

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Matilde enojada se decía a si misma, que a la mañana siguiente le haría una salsa muy picosa a su marido, para que a este se le quitaran las ganas de seguir la parranda con su compadre, pero aparecieron los primeros rayos de sol y su marido seguía sin aparecerse.

Después del almuerzo, al ver que Antonio no se aparecía, se enfundó en su reboso, y sobre su espalda cargó a su pequeña María Concepción, apurada se calzó sus huaraches y caminó poco más de una hora para poder llegar a la casa de su compadre, donde esperaba ver a su esposo embriagado con el aguardiente y traerlo jalándolo de las orejas.

Pero para su mala fortuna no fue así, su compadre Gabriel estaba lucido y sin un rastro de pulque o aguardiente sobre si, por lo que sorprendida preguntaba a su compadre si no había rondado por ahí su esposo Antonio .

Gabriel también sorprendido por la visita repentina de su comadre, indicó que no, que había pasado toda la noche trabajando en un encargo de su patrón y no había visto por ahí a su compadre.

Aquel día su compadre Gabriel y otros vecinos de Matilde comenzaron la búsqueda de Antonio, encontrando cerca del anochecer entre las peñas parte del rebaño de Antonio, pero sin más rastros de aquel joven pastor.

Los días pasaron y ninguna huella de Antonio entre los senderos de bosque.

Los tres cazadores que aquel día Antonio había encontrado en la montaña, le habían dado pistas a Matilde sobre la última parte donde lo vieron, pero sin dar más rastros, pues ellos después del incidente con sus perros y los chivos de Antonio, continuaron un par de horas más su camino adentrándose al bosque para cazar venados regresando a sus casas hasta el amanecer cargando sobre sus hombros lo que habían logrado cazar.

Los chismes no tardaron en llegar a los oídos de Matilde, se comenzó a correr el rumor que habían visto a Antonio en la capital con otra mujer, algunos más decían que había huido con un cargamento que había robado a la compañía minera de la región, otros más que había huido por haber hurtado vacas a uno de los terratenientes de un pueblo vecino y otros más decían que lo habían visto de teporocho por las calles de Pachuca.

Matilde sabía dentro de si que nada de eso era cierto, si así hubiera sido, Antonio se lo hubiera dicho antes de partir, pues en el alma de aquel joven no había maldad, solo amor por su familia y por la tierra que le daba los frutos y alimentos para poder vivir feliz cada día con su esposa e hija.

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Pasaron los días, semanas y meses, pero Matilde no perdía la esperanza de encontrar a su esposo, cada tarde subía hasta donde los cazadores le dijeron que lo habían visto por última vez y buscaba palmo a palmo en esa zona de montaña en búsqueda de una pista o rastro que la condujera a donde estuviera su esposo, sabía que no había huido, y que aunque no lo viera, sabía que ahí en alguna parte, la montaña se lo había escondido.

Antonio, sin darse por vencido aquella tarde, en un rincón de aquella gran caverna encontró a su chivo, que parecía más asustado y cansado pues ya no berreaba como al principio, Antonio como pudo con su mecapal lo ató para cargarlo en su espalda y poder así trepar entre las rocas para salir de aquella cueva, aunque tal aventura tardaría más de lo normal, pues entre los diversos recovecos era difícil saber cuál era el camino hacia la salida, así paso caminando en círculos por largo rato iluminándose con el fuego de su ocote, hasta que por fin pudo ver un haz de luz entre las grietas de aquel laberinto subterráneo, y así pudo encontrar la salida correcta.

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Al salir de la cueva, se dio cuenta que ya la noche lo había alcanzado, la luna llena comenzaba a asomarse entre las nubes en el horizonte, el canto de los grillos lo acompañaba y el ulular del tecolote se oía en alguna parte de las paredes rocosas de las peñas.

Antonio estaba feliz de haber podido salir y por fin poder regresar a su casa para encontrar a su esposa y pequeña hija, estaba también muy feliz de haber podido salvar a su chivo y rescatarlo entero de aquella cueva, pues muchos días de trabajo le había costado poder comprarlo en un día de tianguis de Atotonilco, así que como pudo cargó a su chivo sobre su costado, mientras trepaba la ladera agarrándose de los matorrales para subir a la vereda de la que se había desviado, aunque se sorprendió al notar que su rebaño ya no estuviera ahí.

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Pensó que sus chivos habían vuelto solos a su casa, por lo que bajó corriendo antes de que la noche fuera más pesada, mientras imaginaba que en su mesa le esperaba un plato caliente de frijoles recién cocidos, una salsa roja y tortillas calientitas como siempre su esposa le tenía preparado al regresar del trabajo en el campo, pues moría de hambre después de aquella aventura en la cueva.

Al llegar a su casa todo estaba en penumbra, abrió la reja de la entrada, pero la puerta de su jacal estaba atrancada. Pensó que su mujer se había quedado dormida temprano mientras arrullaba a su pequeña hija, por lo que tocó fuerte para que su mujer despertara y le abriera.

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Para su sorpresa, le abrió una joven que Antonio no reconocía, de momento pensó que su mujer quizá había tenido visita de alguna prima o sobrina que él no conocía, por lo que Antonio al pedirle a la joven que lo dejara entrar, la pequeña joven le negó el pasó, pidiendo que le dijera quien era y que o a quien buscaba.

Antonio sorprendido le dijo que el vivía ahí con su mujer Matilde y su pequeña hija María Concepción.

La joven le dijo ella se llamaba así, María Concepción y que su Madre también respondía al nombre de Matilde, pero su mamá no tenía esposo y vivían solas ahí en esa casa desde que ella tenía memoria y razón.

En esa discusión se encontraban, y María Concepción estaba apunto de cerrarle la puerta pensando que era broma de algún borracho del pueblo, cuando entre la penumbra, alumbrada con un pequeño quinque se asoma una mujer de cabellos largos que avanzaba lentamente con pasos cansados, quien al ver a Antonio en la puerta de su casa, la hizo desvanecerse de la impresión.

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Antonio al verla, quedó aún más sorprendido, pues aquella mujer era su esposa, aunque lucía mucho mayor de lo que era su joven esposa, con visibles arrugas sobre su rostro y la piel quemada por el tiempo, muy diferente a su joven esposa de quien en la mañana apenas se había despedido al salir al monte.

Antonio le dijo a la pequeña joven, que aquella mujer era su esposa, aunque no se explicaba porque se veía más grande de como realmente era.

Matilde después de recobrar la conciencia, reconoció a Antonio, se abalanzó a sus brazos como pudo comenzando a llorar desconsoladamente, pues habían pasado más de 15 años desde la última vez que lo vio y no podía creer que aquella noche su esposo estuviera nuevamente parado frente a la puerta de su casa.

Matilde le contó con desesperación a Antonio la búsqueda que hicieron sin parar durante largo tiempo, sin encontrar rastros de él, aunque ella nunca perdió la esperanza de encontrarlo, y siempre supo que él nunca se había ido de ahí, que aunque no lo veía ni sabía de él, algo dentro de su ser le decía que su esposo estaba en alguna parte de la montaña, aguardando, no sabía si vivo o muerto, pero ahí estaba, como atrapado por la montaña.

Matilde confesaba a Antonio, que desde su desaparición cada vez que podía subía a lo alto de la peña para hacer ofrendas a la montaña para que le regresara a su esposo, o al menos para que la montaña se lo regresara y lo dejará descansar en paz, pues aunque no sabía porque la montaña se lo había llevado, sabía que la montaña lo tenía en alguna parte escondido y que algún día tal vez se lo regresaría.

Antonio sorprendido por todo lo que su esposa le contaba, le comentó a Matilde que para el solo habían algunas pasado horas desde aquella mañana que se despidió de ella y su hija, que se había perdido en una cueva al buscar a uno de sus chivos que salió despavorido por el ladrido de unos perros de caza, pero por la profundidad de la caverna le había costado trabajo poder salir. Comentándole a Matilde que a la mañana siguiente la llevaría a la cueva donde él había perdido a su chivo para que le creyera.

Matilde sin poder encontrar explicación a tal suceso, lloraba desconsoladamente pero al mismo tiempo agradecía a la montaña por devolverle a su esposo Antonio, aunque también triste, pues quizá Antonio ya no la querría así, más grande y vieja que él, pues era notorio el paso de los años y el cansancio de la vida por la búsqueda incansable de su esposo durante varios años.

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Antonio, de igual manera, sin poder explicarse que había pasado, abrazó a su esposa e hija, diciéndoles que nunca más las volvería a abandonar.

A la mañana siguiente caminaron poco más de una hora para llegar a la entrada de la cueva donde Antonio se había perdido, pero para su sorpresa no había nada, mas que rocas enormes, que desde arriba del sendero aquellas rocas asemejaban la cara de una persona, como un guardián que mira sigilosamente hacia el horizonte de la montaña, como cuidando un tesoro escondido entre las entrañas del bosque, como si fuera el guardián de Atotonilco El Chico.

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Antonio ante el temor que la montaña volviera a llevárselo a él o a su familia, vendió todo y se fue a vivir a la gran ciudad, encontrando un trabajo como albañil, alejándose de todo lugar donde hubieran cuevas o peñas que pudieran volvérselo a llevar y perderlo en el espacio-tiempo. Ya poco se pudo saber de él y su familia en aquella región de montaña, pues nunca más volvieron.

Dicen los pobladores que habitan bajo aquellas peñas, que en cierta época del año entre las rocas se alcanzan a ver luces y se escucha la algarabía de un gentío, como si hubiera una gran fiesta entre las peñas, aunque estas luces solo se alcanzan a ver por unos cuantos minutos y no aparecen más, a veces hasta muchos años después.

Senderismo por la Comarca Minera

No te pierdas nuestra próxima ruta de montaña Camino del Minero, para recorrer gran parte de los senderos de bosque, arroyos, cascadas, pozas, peñas, cañones y pueblos mágicos de Hidalgo por donde este relato de montaña aconteció.

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